24 de marzo de 2015

LA PSICOGENEALOGÍA - Entrevista a Anne Ancelin Schutzenberger - 2



Pero, esa repetición implica que el chico debe saber algo de la vergüenza familiar y que ha debido oír hablar del desgraciado tío, ¿no?


A.A.S: ¡Claro que no! Hablar no es necesario para comunicarse: los estudios sobre la comunicación no verbal y el lenguaje del cuerpo demuestran que los seres humanos nos comunicamos a través del lenguaje pero también con el cuerpo, los gestos, el tono de voz, la respiración, la actitud, el estilo de vestir, los silencios, la evasión de determinados temas…

La vergüenza, igual que el secreto, no necesitan ser evocados para pasar de generación en generación y venir a perturbar a un eslabón de la familia, un eslabón directo o indirecto, o alguien indirectamente relacionado con la familia o que actúe por lealtad familiar, por identificación.

Le voy a dar un ejemplo: una niña de cuatro años que tenía pesadillas en las que la perseguía un monstruo. Por las noches se despertaba tosiendo, gritando y con dificultades para respirar y cada año, el mismo día, la tos degeneraba en un ataque de asma. Le pregunté a la madre qué día había nacido. “La madrugada del 25 al 26 de abril”, me dijo. Conozco la historia de Francia y sé por estudios realizados con pacientes míos, que muchos traumatismos familiares tienen su origen en las persecuciones en tiempos de guerra, en ocasiones muy antiguas, o están relacionados con muertes trágicas en el campo de batalla. 

Entre el 22 y 25 de abril, las tropas alemanas lanzaron por primera vez gases de combate sobre las tropas francesas. En Ypres, miles de soldados franceses de la Primera Guerra Mundial murieron gaseados, asfixiados. Entonces, le pedí a la madre que buscara las palabras Ypres y Verdún en el genosociograma familiar y encontró que un hermano del abuelo fue uno de esos soldados muertos por los gases… ¡la noche del 25 al 26 de abril de 1915! Luego le pedí a la niña que dibujara el monstruo que la perseguía en las pesadillas y dibujó lo que ella llamaba “unas gafas de buceo con una trompa de elefante”. Era una mascara antigas de la Primera Guerra Mundial, reconocible por cualquiera de nosotros.

Sin embargo, la niña nunca había visto ninguna máscara y nadie nunca le había hablado de la trágica muerte del tío abuelo ni de las consecuencias de una muerte por inhalación de gas de combate, principalmente, gas mostaza. Verificamos todos los datos en el ministerio de la guerra: el tío abuelo había demostrado valentía y lo habían condecorado. Sin embargo, a pesar de todos los no-dichos, la información pudo transmitirse: la niña tosía y escupía, se quedaba sin respiración y se angustiaba como el difunto tío abuelo en la trinchera, con un paroxismo a una hora determinada (hacia media noche). Y todo eso hasta el día en que hizo el dibujo…

¿Cómo ha podido pasar toda esa información a través de dos generaciones? ¿Cómo se ha transmitido? Quizás por el coinconsciente familiar y de grupo, quizás por las ondas morfogénicas de las que habla Rupert Sheldrake, quizás porque el discurso familiar lo había evitado (no se habla de lo que causa tanto sufrimiento). El recuerdo de una muerte trágica y de un muerto mal enterrado hizo que su abuelo y su madre crearan una zona de sombras donde se escondía el dolor, como en una cripta.

Mi hipótesis es que, durante toda su vida, se habrían producido lagunas en el discurso del abuelo y la madre. Cada vez que éste haya encontrado una ocasión para recordar la brutal muerte de su familiar (una foto de familia, una película bélica en la televisión…) habrá manifestado más dificultades al expresarse con la mirada, la voz o la actitud que por el contenido de las palabras que hubiera podido decir. Habrá evitado ver una película sobre la guerra, habrá hablado mal de los soldados alemanes, habrá tenido miedo del gas, de la cocina…

Entonces, esas evasiones pueden transmitir una información “al vacío”. Pero ¿Pueden alcanzar tal nivel de precisión de llegar a grabar la imagen fotográfica de una máscara antigas en las pesadillas de la niña?

A.A.S.: Actualmente, decenas de médicos hemos constatado esto entre nuestros clientes en lugares tan dispares como Europa, América del Norte y del Sur, África y Oriente Medio. Todo sucede como si, realmente, los descendientes tuvieran una forma de memoria fotográfica o cinematográfica, con sonidos, colores, imágenes, olores, temperaturas, etc. Hay personas que despiertan heladas, temblando y sudando de angustia, encogidas, como si estuvieran prisioneras en un campo de concentración, sobre un colchón putrefacto o en una trinchera de guerra cuando, en realidad, están abrigados en una cama limpia y nunca han vivido nada parecido. 

Sin embargo, no creo que este fuera el caso de esta niña. Más bien creo que, en este caso, lo que tenemos es una comunicación de inconsciente a inconsciente; lo que Moreno denomina el coinconsciente familiar o de grupo. 

¿Quiere decir que las imágenes o los secretos de familia pasan de una generación a otra a través de una especie de telepatía?


A.A.S.: No. Pasan a través de la doble unidad madre-hijo. Y también puede producirse a través de una memoria transgeneracional que hemos constatado pero que todavía nadie ha podido demostrar. Creo que, cuando un niño crece en el útero materno, sueña lo mismo que la madre y que todas las imágenes del inconsciente materno y del coinconsciente familiar pueden grabarse en la memoria del bebé antes de nacer. Desgraciadamente, esta hipótesis todavía no ha desembocado en ninguna investigación científica seria. ¡Y, sin embargo, está en juego la salud de todos!

De todos modos, cabe recalcar que, desde 1998, hay quien empieza a hablar de memoria celular y que se están realizando investigaciones científicas, médicas y biológicas, sobre todo en el INSERM (Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale), sobre el núcleo celular y una eventual memoria afectiva. Pero, antes de dar ninguna conclusión, vamos a esperar los resultados de esas investigaciones, que se darán sobre 2005 o 2010.

La fidelidad a nuestros antepasados nos gobernaría. ¡Nuestro inconsciente nos obligaría a honrarlos, y entonces aparecerían unos fenómenos sorprendentes: un cáncer o un violento atropello! ¿Puede explicitar todo esto en términos médicos?

A.A.S.: Prefiero precisar mi punto de vista y el de alguno de mis colegas. Nunca he dicho que el objetivo fuera honrar a nuestros antepasados, esa frase no es mía. No se trata de eso, sino de repeticiones de acciones interrumpidas, de duelos no realizados después de traumas insoportables, indigestos o no digeridos (si me permite las expresiones) que van a quedarse en el estómago impidiendo que el duelo se exprese y transmitiéndose a nuestra descendencia; una masacre masiva, un exilio, la perdida de una casa o unas tierras, una injusticia…

Es la constatación que Bluma Zeigarnick, un alumno de Kurt Lewin, presentó en su tesis de doctorado Psicología Gestalt, en 1928, sobre los actos interrumpidos que pueden repetirse una y otra vez a lo largo de la vida de un individuo; es lo que en psicología se conoce como el efecto Zeigarnick y que yo explico a mis pacientes para ayudarlos a revivir y superar los duelos no realizados de los dramas pasados.

No estamos hablando de verdaderas maldiciones o, en ocasiones sí, en determinados momentos cruciales de la historia, como el caso de la maldición de los reyes de Francia por parte del Gran Maestro de los Templarios, Jaques de Molay, mientras ardía en la hoguera, el 18 de marzo de 1314. 

En cambio, la llamada maldición de los Kennedy sólo es un mito, aunque podamos encontrar una lealtad familiar inconsciente en la repetición de determinadas fechas, como el 22 de noviembre. Esta fecha aparece por primera vez en su genosociograma en 1858, día de la muerte del padre del abuelo del presidente John F. Kennedy, y una segunda vez en 1963, día del asesinato de este último, que decidió ir a Dallas a pesar de muchas advertencias y no quiso saludar desde un coche cubierto, como si se hubiera olvidado de qué día era… pero no de su deber de morir.

En realidad, esta mórbida forma de repeticiones (que algunos denominan maldición) depende de un mecanismo que la medicina cada vez conoce mejor. Toda muerte causa una depresión en el ser humano. Perder la casa o el trabajo también supone el poder y la necesidad de realizar un duelo. Una vez pasada la revuelta contra lo inaceptable, la tristeza del duelo provoca una disminución del sistema inmunológico.

En ese momento, muchas personas deciden, de manera totalmente inconsciente, que se van a morir a una edad determinada: “Mi madre murió a los treinta y cinco años, yo no voy a pasar de esa edad”, dijo la chica sueca. Y cuando llega a esa edad, cae en una profunda depresión que debilita su sistema inmunológico hasta el punto de desembocar en un cáncer. Y con el accidente de tráfico sucede lo mismo: cuando se acerca la fecha de un trauma familiar muy profundo, una persona puede empezar a correr riesgos insensatos y, evidentemente, el accidente acaba llegando.

El inconsciente vela por todo eso, como un reloj invisible. Yo lo llamo fragilización del año (o periodo) aniversario.

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